El vapor imaginario: Inventos, barcos y obras de teatro para un tal Blasco de Garay

El inventor toledano que NO creó la máquina de vapor, pero que sí ideó otros muchos ingenios que jamás vieron la luz.

El nueve de febrero de 1851, en un artículo titulado «Estatua de Dionisio Papin», el Semanario pintoresco español nos hacía partícipes de su indignación ante el alzamiento de un monumento en honor a tan ilustre físico e inventor francés. Basándose en los estudios de Martín Fernández de Navarrete (noble, marino, historiador, político, intelectual e ilustrado español), el periodista recalcaba que el logro que con tantos laureles envestían al galo en realidad (y pesase a quien le pesase) deberían estar dirigidos a otro personaje, en este caso a un español: Blasco de Garay. Por desgracia, no era el nombre del inventor francés lo único erróneo en dicha publicación, y no era un caso aislado. Ya otros diarios, como la Ilustración o la Colmena, se habían hecho eco de tales afirmaciones, hasta el punto de llenar el panorama nacional de un equívoco que se amparaba en ese patriotismo extraño que brota a veces de los dedos y las lenguas de algunos historiadores. Y es que, si bien Blasco de Garay debería ser reconocido por sus ideas e ingenios, solo uno (que sepamos) tuvo relevancia y se llevó a cabo —un molinillo de mano para uso de los marineros—, y este nada tenía que ver con el supuesto descubrimiento de la máquina de vapor.

Blasco de Garay

La polémica, que lo fue (y muy grande), se debió en su mayor parte a una carta que Tomás González, archivero de Simancas, envió al ya mentado Fernández de Navarrete, en la que explicaba, de manera bastante ambigua, que había existido un ingenio, perteneciente a un tal Blasco de Garay, que utilizaba una caldera con agua hirviendo y ruedas de aspas colocadas a un lado y otro de la nave para moverla. No contento con esto, el archivero de Simancas añadió a su misiva la profunda animosidad que hacia invento e inventor profesaba el tesorero Rávago, a raíz de la «mucha exposición de que estallara con frecuencia la caldera». Ni qué decir tiene que, a día de hoy, de los datos expuestos por el bibliotecario —y pese al registro minucioso del archivo— no se ha encontrado mención alguna ni a una caldera ni a la enemistad entre el tesorero e inventor. El resto es historia ya conocida por lo repetido de sus cauces: el virulento jaloneo entre unos y otros por el reconocimiento mundial, los insultos, la propaganda… Hasta tal punto se enturbiaron las aguas que hasta el mismísimo Honoré de Balzac se hizo eco de la historia para escribir un drama teatral (en cinco actos y un prólogo): Les Ressources de Quinola (traducida, a principios del siglo XX, bajo el título Lucha eterna, y más tarde como Los recursos de Quinola). Y, entre tanto ruido, como era de esperar, la figura de Blasco de Garay se fue difuminando, y sus logros perdiendo lustre en favor de ese otro logro jamás alcanzado.

Poco se sabe del inventor antes de que presentase su memorial ante Carlos I, y lo que conocemos proviene de su propio puño y letra. Se describe a sí mismo como un pobre hidalgo toledano, con un hermano mayor, capitán del ejército de Italia, que ya había muerto, y emparentado con la familia Villanueva (a través de un cuñado que servía en la corte). También se hacía acreedor de ciertos conocimientos técnicos y filosóficos, aunque no se le conoce (ni nombra) vinculación con universidad alguna. En este memorial, posiblemente entregado en mano al emperador durante su estancia en Toledo entre noviembre de 1538 y febrero de 1539, Garay expone una serie de propuestas (un total de 8) que podrían ser de utilidad al monarca. La primera, y quizá la más importante debido a su deriva posterior, fue la de «un instrumento fácil, con que se podrán escusar en las galeras todos los remadores, y que quatro hombres puedan hazer mayor movimiento que ellos todos hazen, y tanto mayor movimiento que casi pudiessen passar sin velas, y que este mismo instrumento se pueda poner en qualquiera navio de alto bordo con poco embaraço, y que no aya necessidad de navío de borde baxo, ni de remo jamás»; aunque el resto de inventos tampoco tenían nada de despreciable: un artefacto capaz de reflotar cualquier tipo de navío hundido con solo dos hombres, otro que daba la capacidad a cualquier persona de permanecer bajo el agua todo el tiempo que desease, una «candela» capaz de arder y ofrecer luz bajo el agua, un instrumento que permitía ver desde la superficie lo que había bajo el agua, un molino portátil y dos sistemas para conseguir agua potable (uno a través de la depuración y otro, sin especificar, pero que posiblemente hiciese uso de la condensación). Avances, todos ellos, más que notables, sobre todo si tenemos en cuenta que inventos como la escafandra (1775) o el periscopio (1845) no harían su aparición hasta varios siglos más tarde.

Desde el primer momento, Carlos I dio muestras de interés por las teorías de Garay, hasta el punto de expedir, en marzo de 1539, una cédula prometiéndole hacer «merced que fuese justa y proporcionada á lo que hiciere», así como otras tantas a Francisco de Verdugo, proveedor de la armada, a Diego Cazalla, pagador de la armada en Málaga, y al capitán de artillería ordenándoles proporcionar al toledano oficiales de herrería y carpintería, así como hierro, madera y un lugar en el que poder llevar a cabo su proyecto. Con tal objetivo Blasco de Garay se traslada a Málaga, desde donde envía varias cartas asegurando que podrán llevar a cabo la primera prueba de su ingenio en julio de ese mismo año, para lo que solo le haría falta un galeón de dos cubiertas de doscientos toneles, y pidiendo algo de dinero con el que poder vivir en aquella ciudad extraña en la que «nadie me prestará un ducado» y a la que tilda como la más cara de Castilla. Tantas penurias parece estar pasando el inventor que asegura no «haber dormido pensando qué vendería para comer, la capa o el espada».

Pese a su optimista previsión, Garay no será capaz de llevar a cabo su prueba hasta octubre, y lo hará con una nao «vieja y muy pesada» a la que le habría colocado tres ruedas por banda, accionadas por dieciocho hombres. Aun teniendo en cuenta los problemas derivados de esta primera tentativa (ruptura de varias secciones, demasiado espacio ocupado por el ingenio…), lo cierto es que el navío alcanzó la nada desdeñable velocidad de una legua por hora (algo más de unos cinco kilómetros y medio por hora)[1]. Contento con el resultado, el inventor propuso reducir las ruedas a dos (al menos como baremo de medición), así como menguar su tamaño y hacer el ingenio más fácil de transportar e instalar. En julio de 1540 tuvo lugar la segunda tentativa, en la que, con dos ruedas, la nao alcanzó la velocidad de media legua por hora, sin ayuda de corrientes y haciendo tantas ciabogas y tan rápidamente como una galera.

En los meses siguientes, y pese a que el propio inventor había asegurado poder mejorar el rendimiento, no se produjo movimiento alguno, en parte debido a la guerra que el emperador preparaba con Francia, en parte por los distintos requerimientos solicitados a Garay en deferencia a sus conocimientos técnicos en materia de molinos; a los que habría que añadir la dificultad de hacerse con un barco adecuado en un momento en el que la mayoría eran necesarios y no queriendo utilizar uno extranjero por miedo a que el ingenio fuese copiado. Finalmente, en julio de 1542, tiene lugar la tan ansiada prueba… y el resultado es un desastre. No solo el avance se vio disminuido sino que, al parecer, el esfuerzo realizado por los hombres había sido tan desmesurado como el que hubiesen realizado en una galera. Ninguno de los presentes quedó satisfecho, y si bien admitían que la maniobrabilidad era mucho mejor, no así lo era la velocidad, y se exhortaba al rey a no pagar más de lo ya dado.

El problema, según Garay, se había debido a unas ruedas de plomo que se habían colocado demasiado juntas, lo que había hecho que la fluidez de la maquinaria se viese entorpecida; así mismo creía que las palas empleadas eran demasiado largas. El 11 de ese mismo mes se volvió a intentar con las mejoras diseñadas, aunque no parecieron tener efecto alguno (el barco avanzó apenas un cuarto de milla en una hora). Lejos de desilusionarse, el toledano se puso a trabajar de inmediato en nuevas fórmulas que solucionasen sus errores y comenzó a reunirse y a mandar misivas a todos los implicados. Las negativas iniciales con la que partía, y que se habían hecho patentes en los comentarios de los participantes de las dos últimas pruebas, se vieron rápidamente superadas por su diligencia y su buen hacer, lo que le permitió continuar con su trabajo y recibir las recomendaciones del marqués de Mondejar, que instaba al rey a, de no continuar con el proyecto, al menos mantener al inventor en un puesto en el que pudiera aprovecharse de su gran ingenio.

Entre hambre, falta de sueldo y dificultades para encontrar un barco, el 17 de julio de 1543 tuvo lugar la última prueba de la que se tenga constancia, en la que una nao sustentada por dos ruedas avanzó a casi una legua por hora, llegándose a estimar que en dos horas posiblemente habría recorrido tres leguas de manera holgada, todo ello con las penalizaciones que conllevaba utilizar un barco poco adecuado y una tripulación sin experiencia. Además, al parecer, el inventor habría solucionado el problema inicial del tamaño y hecho del ingenio algo mucho más barato, fácil de colocar y quitar, lo que le lleva a instar al rey a que comience su producción a un coste de 150 ducados por barco. Por desgracia, por ese entonces, el monarca se encontraba ya en mitad de la guerra (la cuarta) con Francia, y había dejado en la regencia a su hijo, Felipe II, que si bien atendió a las peticiones e ideas de Blasco de Garay, que expuso, como era su costumbre, en un amplio memorial, apenas hizo caso de ellas. Algo que queda de manifiesto en la respuesta escrita en dicho documento: «por ahora no es menester esto».

A partir de este momento, Blasco de Garay desaparece, y no vuelve a ser nombrado hasta 1552, cuando su hijo, con el mismo nombre, solicita llevar a cabo el ingenio de su padre, ya difunto, habiéndole rebajado los costes a unos cien ducados por barco. Ni qué decir tiene que esta vez tampoco llegó a buen puerto su propuesta.

Como muchos otros antes (y después) que él, Garay fue uno de esos genios olvidados —o mal recordados—, maltratados por la sociedad y por los altos cargos, a los que solo se vuelve cuando se quiere dejar constancia del buen hacer de las gentes de este país o si existe el aval de un logro notable que reclamar (si bien, en muchas de esas ocasiones, tengan que tirar de engaños para lograrlo). No obstante, y debido a todos los proyectos que ideó, la mayoría de ellos adelantados a su tiempo, por su interés por mejorar la calidad de vida de sus congéneres (aquellos que, condenados a galeras, estaban siendo explotados, haciéndoles cumplir penas que excedían con creces los diez años máximos que podían servir en dicho puesto), y por su infatigable ánimo, debería ser alguien más recordado, por encima de cualquier polémica.


[1]En 1587, Felipe II impone como única medida válida la legua común, que equivalía a 5572 metros, en un intento por aunar todos los criterios populares y valores que rodeaban a esta medida. No obstante, es de suponer que el criterio usado por Garay en su experimento era el de la legua geográfica, común entre cartógrafos y marinos, y que tenía un valor de 6361 metros, algo más de lo marcado.