Los nombres equívocos, y la desgracia española en la «isla del no te entiendo»

Donde una serie de malentendidos lingüísticos (y un poco de mala baba) se suceden durante el «descubrimiento» de Yucatán

Los nombres son importantes. Así lo atestiguan la mayoría de las culturas pasadas y presentes, y posiblemente también lo seguirán haciendo las venideras. La capacidad de nombrar, de clasificar, de definir una cosa concreta la hace deudora a nuestro favor, y nos otorga, en cierta medida, un grado de poder sobre lo que representa. Una idea con tal calado que ya en el Antiguo Egipto se consideraba al nombre de nacimiento o Ren no solo una parte esencial del individuo, sino necesaria para la perdurabilidad del propio sujeto ya que su destrucción equivalía a su muerte. Así mismo, en las culturas nórdicas, se les solían adjudicar a dioses y héroes distintos kenningars —similares al epíteto homérico— que los escaldos utilizaban para adjudicar características propias y únicas a cada uno de ellos; y, en la cultura judeocristiana, dios crea cuanto existe a través de la palabra —nombrándolo—, y otorga al hombre dominio sobre los seres que habitan su creación al concederle la capacidad de ponerles nombre. Los nombres son importantes… Pero, a veces, debido a diferencias notables entre los emisores y los receptores, nos encontramos con que esos mismos nombres, que deberían poseer cierto poder, en realidad no son más que gazapos fruto del desconocimiento o de un simple malentendido. Errores que, pese a haberse documentado como tales, han perdurado, anclados a nuestra realidad sin que su falsedad haya mermado un ápice de aquello que representan.

Entre los casos más pintorescos, quizá el más afamado sea el de la ciudad de Estambul, y es que la antigua Bizancio, que más tarde sería renombrada como Constantinopla, recibió su último nombre gracias a una corrupción de la frase griega στην Πόλιv (sten Pólin), «a la ciudad». Grito con el que, según la tradición, aquellos que se encontraban fuera de la urbe, al ver acercarse a las huestes enemigas, urgirían a quienes les rodeaban para que se dirigiesen intramuros; o, en un sentido menos dramático, el de la película Rebecca (1940), de Alfred Hitchcock, en el que su protagonista —innominada tanto en el film como en la novela homónima de Daphne du Maurier— se viste de manera continuada con una chaquetilla de punto con botones, prenda que el espectador asimiló casi de inmediato con el nombre que rezaba en el cartel (y que nada tenía que ver con la sufrida segunda señora de Winter). Aunque quizá la más extraña (y desgraciada, al menos en su contexto) de todas estas traspapelaciones entre el nombre y lo nombrado, el contenido y el continente, sea la que tuvo lugar con el «descubrimiento» y nombramiento de la península del Yucatán.

Cuenta Bernal Díaz del Castillo, en su Historia verdadera de la conquista de Nueva España, que el día «ocho del mes de Febrero del año de mil quinientos y diez y siete […], salimos de la Habana, y nos hizimos a la vela […] navegamos hacia nuestra ventura hazia donde se pone el Sol, sin saber baxos, ni corrientes, ni que vientos suelen señorear en aquella altura, con grandes riesgos para nuestras personas»; una aventura con la que el cronista español —y posterior participante en la conquista de México—, cincuenta años después de que dicha expedición tuviese lugar, relataría sus vivencias bajo el mando de Francisco Hernández de Córdoba, del que apenas se conoce nada de su persona —a excepción de que se encontraba en Cuba y de que era un rico terrateniente—, que se proponía descubrir y explorar nuevas tierras, y que pasará a la historia no solo por hacerlo, sino también por lo desastroso de su periplo.

Tras un accidentado comienzo, en el que se alternaron tormentas y calma chicha —y que les hizo preguntarse, con veintiún días de viaje ya a sus espaldas, si realmente merecía la pena el riesgo de tal empresa—, lograron por fin vislumbrar nuevas tierras, y en ellas una gran población como no habían visto antes en esas latitudes. Un espectáculo tan fantástico que, al ver las casas de «cal y canto» que se amontonaban en la lejanía, decidieron llamarlo el Gran Cairo.

No tardaron en aproximarse a la orilla donde, según cuenta Bernal, un grupo de indios ya les estaba esperando en actitud pacífica, sin temor, más que dispuestos a acercarse con sus canoas a los navíos. Al menos una treintena fue invitada a subir a bordo, y se les obsequió, a cada uno de ellos, con un «sartalejo de cuentas verdes», mientras, por su parte, a través de señas, los lugareños les explicaban quién era su cacique y que, saciada su curiosidad por los extraños barcos, deseaban abandonar la embarcación para regresar a su pueblo, prometiendo, eso sí, regresar otro día con muchas más canoas para que ellos también pudiesen desembarcar. Y así hicieron. Al día siguiente, con doce piraguas de gran tamaño, cada una con una doble fila de remeros, regresaron, trayendo consigo la promesa de llevarles a su asentamiento para darles comida o cualquier otra cosa que deseasen.

Y allí, mientras les urgían a saltar a las canoas a la voz de «con escotoch, con escotoch», se produjo el primer malentendido. Según Bernal, que por aquel entonces desconocía gran parte de aquellas lenguas, reconoce en su libro que esa frase vendría a significar «andad acá, a mis casas», pero en ese momento tanto lo repetían, y tantos eran los gestos en dirección a la ciudad, que los españoles (incluido el propio Bernal) interpretaron que se trataba del nombre del asentamiento, razón por la que lo bautizaron Cotoche (o Punta de Cotoche).

Sin hacerse de rogar demasiado, fueron guiados hasta la playa, donde se habían reunido aún más de aquellos indios, y donde el cacique volvió a insistirles que visitasen su ciudad, con «tantas muestras de paz» que Francisco Hernández de Córdoba accedió a acompañarle con sus hombres —eso sí, bien pertrechados de armas—. Con asombro, los recién llegados observaron cómo los lugareños salían a su encuentro, cada vez en mayor cantidad, y cuanto más avanzaban por el camino, más de ellos se hacían presentes; hasta que, cerca de unos «montes breñosos», varios grupos armados con arcos les salieron al paso. Presas del estupor, los españoles recibieron las primeras andanadas de flechas que se sucedieron, todas bajo las órdenes de aquel cacique que con tan buenas maneras les había pedido que les acompañara, y, aunque al final consiguieron hacerles huir, su pírrica victoria no evitó que quince de ellos resultasen malheridos en la refriega. Un encuentro desgraciado que hizo que tanto Hernández de Córdoba como sus hombres decidieran retirarse a las naves, no sin antes tomar como prisioneros a dos de aquellos foráneos —que más tarde, una vez bautizados, tomarían los nombres de Julián y Melchior (también conocidos en el texto de Bernal como Julianillo y Melchorejo)—.

Sin agua y sin comida —pero con un arcón repleto de ídolos y objetos decorativos (algunos de ellos de oro) que el clérigo que les acompañaba se había agenciado durante la refriega que habían mantenido sus compañeros— volvieron a los barcos y siguieron su travesía. Por desgracia, las tinas de agua que transportaban, de mala calidad, hacía que el agua se empozase con rapidez, lo que les obligaba a recalar con más frecuencia de la que deseaban; y allá donde lo hiciesen siempre se repetía la misma situación: primero en Campeche, donde, tras ser invitados a visitar el poblado, los lugareños encendieron una pira y les instaron a abandonar sus tierras antes de que el fuego se consumiera so pena de muerte; y luego en Potochán, donde la embestida del ataque fue tan fiera que se vieron obligados a abandonar las pilas de agua que habían desembarcado para abastecerse.

Asediados por el hambre y por la sed, pues no se atrevían a bajar a tierra, zarandeados por un temporal que amenazaba con hacerles zozobrar, decidieron retornar a la Habana, aunque no por el camino que les había llevado hasta allí —que consideraban demasiado peligroso—, sino tomando dirección a La Florida que, según el piloto de la nave principal, que había participado en la expedición de Ponce de León quince años antes, se encontraba en aquellas latitudes.

Sin embargo, La Florida no les tratará mucho mejor, y aunque les brindó una beneficiosa hora de descanso, no tardaron en tener que volver a escapar, sobrepasados por las huestes de lugareños que les asediaban. Los heridos, que ya arrastraban sus males de otros combates pasados, se multiplicaron, y aunque lograron zafarse con mayor o menor fortuna, lo que sí consiguieron fue un poco de agua y poner rumbo a la Habana.

Pero las desgracias no habían tocado a su fin. Los heridos, entre los que se encontraban Francisco Hernández de Córdoba y el propio Bernal, eran demasiados y estaban débiles y sedientos, y parte del agua que habían conseguido se había terminado por corromper debido a que uno de los marineros, sediento como la mayoría, se había arrojado a una de las tinas y había terminado por ahogarse. Una situación que, si bien no era rara en aquellos tiempos, empeoró cuando, al pasar cerca de unos arrecifes, el barco principal se vio dañado y comenzó a hacer agua. Sufriendo por unas heridas que no terminaban de curarse, por la sed y por un interminable achique que consumía sus mermadas energías (y puso a algunos al borde del motín), finalmente llegaron a Cuba.

Aquí la historia se vuelve confusa debido a las distintas versiones que nos ofrecen los cronistas, todas relacionadas con el «problema Yucatán». Por una parte Bernal Díaz del Castillo continúa su narración —que se prolongará con dos expediciones más, la última bajo el mando de Hernán Cortés—, no sin antes dejar constancia de dónde había salido el nombre con el que posteriormente sería conocida la península:

«… les mostraban los montones donde ponen las plantas de cuyas raíces se hace el pan cazabe. y llámase en la isla de Cuba “yuca”; y los indios decían que las había en su tierra, y decían “tlati” por la tierra en que las plantaban; por manera que yuca con tlati quiere decir Yucatán. Y para decir esto, decíanles los españoles que estaban con el Velázquez, hablando juntamente con los indios: “Señor, dicen estos indios que su tierra se dice Yucatlán”. Y ansí se quedó con este nombre, que en su lengua no se dice ansí».

Por su parte, Fray Diego de Landa, obispo y misionero español, en su Relación de las cosas de Yucatán, cuenta acerca del mismo tema:

«… preguntándoles [Francisco Hernández de Córdoba] más por señas que cómo era suya aquella tierra, respondieron ciuyetel ceh que quiere decir “tierra de pavos y venados”, y que también la llamaron Petén que quiere decir “isla”, engañados por las than que quiere decir “dicenlo”; y que los españoles llamaron Yucatán».

Aunque la más extendida y aceptada (aunque solo sea por tradición) es la versión de Fray Toribio de Benavente «Motolinía», misionero e historiador, que en su Historia de los indios nos dice:

«… cuando vinieron a esta tierra “Yucatán”, y de este nombre se llamó esta Nueva España “Yucatán”. Mas tal nombre no se hallará en todas estas tierras, sino que los españoles se engañaron cuando allí allegaron, porque hablando con los indios de aquella costa, a lo que los españoles preguntaban, los indios respondían: “tectetan, tectetan”, que quiere decir: “no te entiendo, no te entiendo”. Los cristianos, corrompiendo el vocablo y no entendiendo lo que los indios decían, dijeron: “Yucatán se llama esta tierra”».

Sea cual sea la verdad, y signifique lo que signifique Yucatán (ya sea «tierra de pavos y venados», «tierra de yuca» o «no te entiendo»), o incluso aunque no sepamos nunca dónde se encuentra en realidad Cotoche (aunque hay quienes dicen que se trataría de Ekab), lo cierto es que aquella isla —que ni siquiera lo era— siguió llamándose de ese modo, y aunque no hubiese sido «descubierta» por tan sufridos exploradores, ya que más tarde se descubriría que ya se encontraba en cartas de navegación portuguesas (y sin contar al grupo de españoles que, después de naufragar, vivieron en ella durante años), mantuvo todas esas nominaciones equívocas que Francisco Hernández de Córdoba —que murió apenas diez días después de regresar— y sus hombres les pusieron.