De mapas, androides e ingenios, un viaje a través del Toledo de Juanelo Turriano

Ingeniero e inventor, Juanelo Turriano asombró a toda Europa con sus creaciones mecánicas, aunque de ellas y de él apenas quede, en el callejero toledano, un recuerdo borroso (y mítico) en forma del nombre de una calle y de un ingenio desaparecido.

Existe en los mapas (y en los callejeros por extensión) cierto halo de misterio que ha perdurado hasta nuestros días. Una sensación de descubrimiento que nos insta a adentrarnos en sus parajes desconocidos —aunque solo sea de manera imaginaria— y desvelar la terra incognita que se filtra, procedente de otra época, desde sus bordes. Quizá sea eso, esos hic sunt dracones ribeteados de seres fantásticos, o esas «calles fantasma» que, como prueba de autoría, aparecían y desaparecían de las ciudades, lo que se nos hace tan atrayente; o puede que solo nos llame la atención ese «otro lugar» que no es este al que estamos habituados. Sea como fuere, tanto unos como otros, mapas y callejeros han sido desde tiempos inmemoriales una fuente inagotable de «mitología urbana», donde habitan con total impunidad reyes, demonios, santos, duendes, brujas y cualquier tipo de ente que haya tenido a bien nacer de nuestro imaginario; seres que, en ciertas ocasiones, parecen poseer un poso de verdad que el tiempo (y la repetición) ha terminado por velar.

Es precisamente por ello que no debe extrañarnos que, oculta en el desconcertante dédalo de calles, pasos y callejones que es Toledo para el foráneo, encontremos una calle como la del Hombre de Palo, cuna desde la que se gesta, en esa antigua vía de Cal de Francos, o de las Asaderías, o de la Lonja —nombres todos ellos producto de los comercios que la poblaron—, que parte de la plaza de las Cuatro Calles para bordear el claustro catedralicio, este autómata destinado a deambular por toda su extensión con el único propósito de pedir limosna en favor de quien lo había creado.

Ingeniero e inventor, Juanelo Turriano nació en Cremona hacia 1500, y llegó a España en 1529, a instancias de Carlos I, quien quería que se hiciese cargo de algunos relojes y dispositivos de medición. Nombrado Relojero de la Corte, Turriano no solo cuidaría de los ingenios del emperador, sino que construiría los suyos propios, lo que le granjearía gran fama a lo largo de todo el imperio. Obras espectaculares y mágicas, fruto de un magnífico ingeniero y artesano, entre la que cabe destacar el reloj Cristalino, no solo capaz de dar la hora, sino también de mostrar la posición de los astros.

Tras la muerte de Carlos I —de la que algunos culpabilizan al mismo Turriano pese a que este se convirtió en uno de los más allegados del rey-emperador, ayudándolo en sus momentos depresivos, fruto de la enfermedad, con sus juguetes e ingenios—, pasó a cargo de Felipe II, quien lo nombró Matemático Mayor.

Fue bajo el reinado de este último, a caballo entre Toledo y el Escorial (que estaba en construcción), que se le solicitó al inventor algún método para solventar la falta de agua que sufría la ciudad de Toledo, cuyos habitantes debían bajar hasta el Tajo para abastecerse. Pese a que ya muchos otros lo habían intentado, solo Turriano conseguiría poner en práctica un ingenio que, a través de varias ruedas, cucharas y mecanismos hidráulicos, satisfaría el objetivo propuesto. El contrato, firmado en 1565 por el rey, la ciudad de Toledo y Juanelo, obligaba al inventor a sufragar todos los gastos de la empresa, entregándosele, y solo si llegaba a funcionar, 8000 ducados, más 1900 anuales a modo de renta; eso sí, los cuidados del ingenio seguirían corriendo de su parte. El problema, como era de esperar, surgiría cuando, una vez terminado y en funcionamiento —con un rendimiento que doblaba lo proyectado—, la ciudad se negó a pagarle dado que el agua, que efectivamente subía del río hasta el alcázar, no se distribuía a la ciudad, sino que quedaba para el único uso y disfrute de la fortificación. Por su parte, aquellos que sí disfrutaban del ingenio, también se negaron a pagarle alegando que ellos no habían solicitado ninguna construcción.

Contrariado, Turriano se vería en la obligación de construir un nuevo ingenio, adosado al ya existente, y que esta vez sí abastecería de agua a la ciudad. Por fortuna, una vez acabado —lo que le llevó al inventor siete años—, el rey se hizo cargo de los costes, aunque solo de los de este último.

Pese a ser una obra de ingeniería admirable —el agua tenía que salvar un desnivel de 100 metros y recorrer otros 300, todo ello con una pendiente cercana al 33 %—, respetada en toda Europa, lo cierto es que su construcción no hizo sino esquilmar las arcas del pobre Juanelo Turriano, ya octogenario. Incapaz de recuperarse, y pese a haber tenido un papel importante en la reforma del calendario del papa Gregorio XIII (1582) o inventar la primera cortadora de engranajes de la historia, el ingeniero acabaría sus días sumido en la pobreza, razón que algunos esgrimen para que construyese el ya mentado Hombre de Palo.

Y es que, según algunos, el autómata construido por Turriano tenía como único cometido el de pasearse por la calle que ahora lleva su nombre para buscar limosnas con la que su creador pudiera malvivir; como agradecimiento, cada vez que alguna moneda entraba en su escudilla, el asombroso autómata dedicaba a quien daba muestras de tal generosidad de una sentida reverencia. Otros, sin embargo, han llevado más allá la miseria del ingeniero milanés, diciendo que en realidad lo que hacía este particular golem no era otra cosa que recorrer el trayecto que iba desde la casa de Turriano hasta las dependencias del obispo en busca de la hogaza de pan diario con el que el constructor se alimentaba. Existe incluso una minoría que considera que el autómata era tan capaz que se convirtió en ayudante del mismísimo ingeniero.

Conjeturas hay muchas, a cada cual más fantástica que la anterior, llegando hasta el punto de que, y siempre según la leyenda, la Inquisición lo tomó por un objeto diabólico y, como tal, lo lanzó a una hoguera, donde ardió hasta consumirse. Sea cual sea la verdad, lo cierto es que no han sido pocos los que han argüido que esta maravilla de la ciencia no era más que un simple muñeco colocado en ese lugar por el que otros querían verle caminar por su propio pie, estático y anodino, con una hucha enganchada a su mano inerte, destinada a recoger (esta parte sí parece cierta) las monedas de los paseantes.

Otro mito que gira alrededor del «hombre de palo», y que parece aunar partes de uno y otro lado, es el que narra el accidente que don Carlos, hijo de Felipe II, sufrió en 1562. El infante y heredero, tras una caída en la que se hirió la cabeza, cayó gravemente enfermo, hasta el punto que muchos ya auguraban su muerte. Se dice que su cabeza se hinchó de un modo antinatural y que, debido a ello, perdió la vista, así como que se vio aquejado de una fiebre muy alta que duró semanas. Como era de esperar, los mejores médicos se desplazaron a atenderlo a instancias del rey, para cuidar a don Carlos, llegando incluso, entre sangría y sangría, a practicarle una trepanación destinada a menguar la inflamación. Pese a todo ello, el infante no parecía mejorar, y la desesperación se esparció por el reino, donde la gente llenaba las iglesias para pedir por su futuro monarca. Tanta fue la desesperación —y la devoción—, que un grupo de monjes franciscanos (hay quien dice que el propio monarca) llevaron ante el joven la momia de Diego de Alcalá, un monje de la misma orden que había vivido durante el siglo XV, y lo colocaron junto a él en la cama. Milagrosamente, don Carlos sanó, y Felipe II, como agradecimiento, no solo accedió a facilitar la canonización del difunto, sino que además habría pedido a Turriano que construyese un autómata en su honor.

Sería este un pequeño hombre de madera, con forma de monje, túnica y rosario, que caminaría, se golpearía el pecho en señal de mea culpa y, cada poco, levantaría el rosario que portaba en su mano para besarlo; así mismo, movería su cabeza, al igual que su boca y sus ojos. Un pequeño ingenio —apenas 39 centímetro de altura— que bien podría ser ese «hombre de palo» que tanto se le adjudica al ingeniero. Una autoría de la que, tal y como atestiguaría en la exposición Making Marvels: Science and Splendor at the Courts of Europe, llevada a cabo entre el 25 de noviembre de 2019 y el 1 de marzo de 2020,el MET (The Metropolitan Museum of Art), donde se encuentra desde los setenta del siglo pasado, no parece tener ninguna duda.

Puede que el «hombre de palo» no fuese más que una reminiscencia de ese otro golem que se desplazaba por la judería en busca de acciones que llevar a cabo, o que fuese un autómata que solo intentaba ayudar a su creador, o puede que tan solo se tratase del regalo de un rey desesperado que buscase el favor de un santo… Podría ser todas ellas, o puede que ninguna, aunque lo cierto es que, como suele suceder con la mayoría de los mitos que nos rodean, lo único que podemos dar por cierto es que lo que sí hay es una calle que lo recuerda.