Hablando con propiedad de la fantasía épica

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Hablar de la fantasía épica desde una cultura cocacolonizada

Hoy no parece existir la verdad, sino las verdades que convengan en cada momento al grupo hegemónico de turno y sus modas ideológicas, también en lo que aquí nos importa, la literatura de ficción. Sin necesidad alguna de alto tan tosco como un Ministerio de la Verdad que nos dicte cómo fue realmente el pasado, las mañas más sutiles de quienes poseen el poder económico, político y cultural nos arrebatan nuestro derecho a acercarnos en lo posible a la verdad, ideal de nuestros antepasados prepostmodernos, mediante el procedimiento más fácil y efectivo de hacernos olvidar la diversidad y riqueza de la literatura anterior al triunfo del modelo best-seller. Se nos hace creer mediante campañas de propaganda (quizá hasta involuntarias) que, por ejemplo, la fantasía épica fue, al igual que la ciencia ficción, una invención de la cultura que nos dicta hoy cuál es la verdad, la de la angloesfera. Como apenas se consume otra cosa que fantasía épica (mal) traducida del inglés, muchos tienden a creer que la situación siempre fue igual, sin parar mientes en que no remonta a la noche de los tiempos la actual colonización cultural que sufrimos (o disfrutamos, vaya usted a saber, que aquí no vamos a discutir si la colonización es buena, mala o regular).

Nuestra ignorancia de nuestro pasado, salvo del que conviene a los poderosos que recordemos para llevarnos de la manita adonde ellos quieren, hace el resto. Ni un país antaño tan excesivamente amigo de lo suyo como Francia se libra hoy en día, porque allí tampoco se sabe nada de su propia fantasía épica anterior a la cocacolonización si no se lo cuenta algún erudito anglófono por milagro excelente conocedor de, como mínimo, una lengua y cultura extranjeras. Allí se reeditó una novela de 1904 como primera obra de fantasía épica inglesa únicamente después de que Brian Stableford la hubiera traducido al inglés, con un breve prólogo, tan sustancioso como todos los suyos. Si conocieran su propia tradición, se habrían dado cuenta de que no solo la fantasía épica maduró primero en Francia, sino que también los creadores de la high fantasy inglesa y norteamericana, desde Lord Dunsany hasta Clark Ashton Smith, tomaron temas e incluso estilo de los decadentes y simbolistas franceses. A su vez, estos no eran sino una manifestación nacional especialmente rica de un movimiento con representantes igual de preclaros en toda Europa, también en lo que la fantasía épica se refiere. Una historia comparada de los orígenes de este género de ficción nos lo revelará sin duda. Pero antes de acometerla, hace falta saber exactamente de lo que estamos hablando.

En efecto, para contar la historia de algo, haría falta primero saber qué es ese algo. Una historia sin una previa delimitación de su objeto se expone a irse por las ramas y que la historia se vuelva algo tan inmenso como lo era en la Edad Media, cuando las crónicas de Castilla contaban la historia del reino desde el padre Adán o la llamada Gran Historia a la Harari, que por poco nos lleva más allá, al Big Bang como mínimo. Escribir una historia de la fantasía épica que empiece desde los albores de la historia de la literatura, con las epopeyas y mitos sumerios, equivale a volver a contar buena parte de toda la literatura, ya que es muchísimo lo que, desde antiguo, pertenece al ámbito de lo épico y lo fantástico fabuloso. ¡Si hasta el Quijote es, amén de épico, fantástico! ¿O es que es realista que el demente caballero se pasee por medio de los países castellanos y catalanes sin que nadie lo encierre en el manicomio del Nuncio de Toledo, como le pasó al Quijote de Avellaneda, que sí es una novela realista?

Aun rebajando el ahondamiento cronológico a la era contemporánea posterior a la Revolución Industrial, lo que se tiene por fantasía épica es tan amplio que casi es cualquier cosa. Y si algo puede ser cualquier cosa, es que no es nada. Hay que delimitar claramente qué entendemos por «fantasía épica» para poder hablar con un mínimo de propiedad de su historia. Para hacerlo, lo primero es ver consultar la bibliografía de referencia, empezando por la más nutrida en lengua inglesa.

El revoltijo de la fantasy como ejemplo del todo vale

Para intentar saber qué es la fantasía épica, se puede empezar consultando el libro de referencia más conocido sobre el tema, The Encyclopedia of Fantasy editada por John Clute (1995; versión gratuita en versión gratuita en línea: http://sf-encyclopedia.uk/fe.php), veremos que, salvo la ciencia ficción y otras modalidades de la «imaginación razonada» como la ficción utópica o la ucronía (historia alternativa), caben en la denominación de fantasy todas aquellas ficciones en que intervengan elementos sobrenaturales. La fantasy sería, pues, poco menos que cualquier cosa que no pretenda ser una copia de la realidad de nuestro mundo, en el pasado (ficción histórica), el presente (literatura policial, de costumbres, etc.) o incluso el futuro (ciencia ficción, por presentarse generalmente como una supuesta copia fiel de un universo fenoménico prospectivo). Con este grado de rigor, todo lo sobrenatural sería fantasy, pero esto no nos sirve de mucho. Incluso si nos limitamos al cajón de sastre o revoltijo que significa el término en inglés, decir que lo sería toda la literatura con elementos fantásticos tampoco sirve de mucho para distinguir una especie de ficción que tiene tanto derecho como otras a contar con una caracterización lo más precisa posible.

Cualquier lector aficionado sabe que una historia de fantasmas es clara y esencialmente distinta de una historia de espada y brujería al estilo de las de Conan, que una fábula de Esopo está más lejos de las historias de A Game of Thrones [Juego de tronos] de lo que están estas últimas de las del ciclo asimoviano de la Fundación, por ejemplo. Poner todas estas ficciones en el mismo saco por su «sobrenaturalidad» y poner en otro la ciencia ficción, que tampoco es que suela observa las leyes naturales de nuestro universo. A este respecto, piénsese en la facilidad con que se viaja a una velocidad superior a la de la luz, cosa más imposible que la propia existencia de los orcos en un hipotético planeta lejano.

Para delimitar mejor el concepto de fantasy, que es la operación ineludible antes de proceder a su estudiarla y narrar su historia con una mínima seriedad, podemos empezar extrayendo del revoltivo que entraña la palabra en inglés una parte que a menudo se denomina en esa lengua high fantasy y que en castellano denominamos fantasía épica. A continuación, podemos observar que esta high fantasy tiene un canon oficioso de obras que desarrollan su trama en unos mundos imaginarios peculiares. Cabe preguntarnos entonces qué cuáles son las características distintivas de esos mundos y la manera en que su funcionamiento peculiar determina lo que puede entenderse por high fantasy, en contraposición a otros géneros de ficción. ¿Qué tienen en común mundos ficticios (sub)creados, entre otros, por Lord Dunsany (Pegāna), Robert H. Howard (Hyboria), Fletcher Pratt (Dalarna), J. R. R. Tolkien (Middle-earth), L. Sprague de Camp (Novaria), Ursula K. Le Guin (Earthsea), Samuel Delany (Nevèrÿon) y George R. R. Martin (Westeros)? Podríamos empezar postulando que todos esos mundos son plenamente inventados, que son completos y autónomos con respecto al universo fenoménico, y que tienen sus leyes propias y su propio orden físico y metafísico. Es este orden el que funda su funcionamiento coherente y su carácter cerrado. Estos mundos de ficción, es decir, mundos secundarios son universos distintos al primero o primario, es decir, a aquel fenoménico en que desarrollamos, bien o mal, nuestras vidas cada día.

Los mundos secundarios épico-fantásticos

Para saber lo que es la fantasía épica, es imprescindible empezar por examinar sus universos creados. Los mundos secundarios de la fantasía épica no pretenden ser una copia del mundo primario, como simulan ser las narraciones llamadas realistas, ni tampoco el resultado de un proceso de extrapolación o analogía racionales que produzca racionalmente un mundo anticipado, como en la ficción prospectiva, comúnmente llamada ciencia ficción. Los universos ficticios de la fantasía épica tienen sus propios parámetros espaciales y temporales descritos con precisión, su propio orden social y ontológico, y su propia causalidad, que puede ajustarse o no a las leyes naturales de nuestro universo primario, pero que son coherentes y lógicas dentro de esos universos ficticios. Por eso admite, en consecuencia, entes y fenómenos que, en los mundos de la ficción mimética (y también de la fictocientífica), serían sobrenaturales o, simplemente, anaturales, tales como la magia, la intervención física de seres con poderes divinos, etc. No obstante, tampoco es obligatorio que las leyes de ese mundo sean ajenas a las que rigen el universo donde vivimos. Un mundo secundario puede atenerse básicamente a las leyes del mundo primario sin dejar de ser secundario, siempre que sea plenamente independiente y tenga su propio orden metafísico, como lo es, por ejemplo, el de Escuela de mandarines (1974), de Miguel Espinosa. Esta afirmación vale tanto si tal mundo secundario está localizado en lugares imaginarios dotados de nombre propio como si permanece en una vaguedad onírica o simbólica, tanto si se encuentra en una geografía inventada como si su espacio coincide con alguno de la Tierra que haya existido realmente, pero al que se le haya despojado de su historicidad, como hizo Rafael Sánchez Ferlosio con la Iberia prerromana en su novela épico-fantástica sin elementos sobrenaturales El testimonio de Yarfoz (1986).

Fantasía épica y fantasía maravillosa

Una vez distinguidos los mundos de la fantasía épica de los mundos ficcionales de género histórico, conviene distinguirlos de sus opuestos, de aquellos prescinden completamente la Historia. Hablamos de los mundos maravillosos completamente desligados de la realidad fenoménica y que, por ser independientes de esta, podría parecer mundos épico-fantásticos. De hecho, las fantasías maravillosas (sobre todo los cuentos de hadas) constituyen la modalidad que con más facilidad podría confundirse con la fantasía épica.

Sin embargo, existan o no elementos sobrenaturales, especialmente la magia, en un mundo secundario épico-fantástico, su construcción ficcional es diferente a la que suele encontrarse en la fantasía maravillosa. En esta última, la presencia de la magia o fuerzas equivalentes se da por sentada, como una convención genérica que no hace falta explicar. En el cuento de hadas existen marcas explícitas de ficcionalidad que rompen la ilusión de realidad desde el inicio. Así, en castellano, la fórmula «érase una vez» señala la convencionalidad de los hechos narrados y, en consecuencia, su manifiesta irrealidad. Esa convencionalidad se extiende a los personajes (príncipes, brujas, etc.), cuya personalidad es normalmente la fija de los tipos prefabricados, mientras que los héroes de la fantasía épica actúan como verdaderos personajes, con sus vivencias, pasiones, contexto social y medio geográfico y mitohistórico.

Todo ello sugiere que la fantasía épica obedece a unos criterios de verosimilitud ficcional diferentes a los del cuento de hadas. La verosimilitud de los personajes y de su medio funda la creencia en la realidad del mundo secundario épico-fantástico durante la inmersión lúdica y artística en él a la que se procede durante su lectura. Sin embargo, no debemos olvidar que, si bien la verosimilitud de la fantasía épica se alcanza siguiendo procedimientos parecidos a los de la ficción mimética, el mundo secundario épico-fantástico es esencialmente distinto, al serlo también sus premisas metafísicas. No basta con que la ficción se desarrolle en un espacio cuyo nombre indique que no se trata de una realidad presente o pasada de la Tierra. Si así fuera, cabría clasificar en la fantasía épica las ficciones ruritánicas, las cuales se desarrollan en reinos imaginarios en el contexto de la Belle Époque europea, tales como El saludo de las brujas (1898), de Emilio Pardo Bazán. Incluso las novelas miméticas de Benito Pérez Galdós ambientadas en ciudades provincianas imaginarias, tales como la Orbajosa de Doña Perfecta (1876), podrían considerarse épico-fantásticas, algo a lo que ni siquiera se han atrevido a afirmar los teóricos anglosajones y sus seguidores cocacolonizados.

Fantasía épica y fantasías históricas y míticas

A diferencia de las ficciones miméticas o realistas, es el orden ontológico propio y autónomo de un mundo secundario lo que constituye una de los principales rasgos definitorios de la fantasía épica y que la distinguen de otros géneros de ficción que, igual que fantasía maravillosa, admiten la magia o fenómenos imaginarios similares (por ejemplo, intervenciones divinas) y, en consecuencia, un funcionamiento del mundo ficticio imposible en nuestro universo. Esto último se produce, por ejemplo, en las fantasías históricas (a menudo arqueológicas) en las que una ambientación en una geografía y época concretas y documentadas por la historia, incluso legendaria, es compatible con la intervención de poderes sobrenaturales, como los de las brujas que celebran aquelarres en la Euskaria (Vasconia) en lucha contra el invasor romano en «La leyenda de Lelo» (Los últimos iberos, 1882), de Vicente de Arana.

También es común esa intervención en las fantasías caballerescas europeas de raigambre medieval, con sus encantadores de ambos sexos, dragones, filtros de amor y otros elementos sobrenaturales, como el relato «Edirn y la hamadríada» (Del antaño quimérico, 1905), de Luis Valera. Y lo es también en las fantasías exóticas inspiradas, por ejemplo, en la materia fabulosa árabe (por ejemplo, el poema narrativo «Las aventuras de Cide Yahye», de Juan Valera, publicado primero en sus Poesías de 1858) o en otros acervos y escenarios de culturas no europeas, como «El caudillo de las manos rojas» (1858), de Gustavo Adolfo Bécquer.

Aunque tanto las fantasías caballerescas como las que responden a actitudes orientalistas se consideran a menudo épicas, el hecho de que su cosmovisión esté tan inspirada en el cristianismo o en cualquier otra religión viva como la de las fantasías teológicas protagonizadas por mundos y entes divinos de tendencia alegórica (por ejemplo, Andrógino, epopeya en prosa de José Antich publicada en 1904) o de las fantasías póstumas ambientadas en los mundos de ultratumba del acervo religioso (por ejemplo, «El pórtico de la gloria», cuento de Benito Pérez Galdós publicado en 1896), liga todas estas fantasías de manera esencial a una cultura que es aún la nuestra y, por lo tanto, su mundo ficcional no guarda total autonomía con respecto al mundo primario.

Además, aunque dejaran de existir creyentes en las religiones hoy vivas, monoteístas o no, persistiría el vínculo con una realidad histórica específica, vínculo que también mantienen aquellas en que los entes sobrenaturales proceden de mitologías antiguas. Aunque estas no sostengan ya prácticas y ritos religiosos vivos, lo hicieron en el pasado, de manera que el mundo ficcional en que aparezcan no será una creación integral y autónoma de nueva planta. Por eso, las fantasías mitológicas son claramente fantasías, pero tampoco son fantasías épicas si su panteón o personajes procede de acervos mitológicos existentes, como ocurre en la novela Menesteos, marinero de abril (1965), de María Teresa León. Algo análogo se puede afirmar de las numerosas fantasías atlantológicas, con elementos sobrenaturales o no, como «La diosa velada» (Del antaño quimérico, 1905), de Luis Valera. En estas últimas, la Atlántida no es un mundo secundario plenamente inventado, ya que procede en última instancia de la correspondiente leyenda platónica, por lo que no cabe su inclusión en la fantasía épica propiamente dicha.

Fantasía épica y fantasías fabulísticas

Las fantasías históricas, como las inspiradas por la leyenda platónica de la Atlántida, o las míticas, como las inspiradas por cualquier religión que existe o haya existido son anteriores a la fantasía épica y, como no podía ser menos, influyeron en su génesis. De hecho, la dimensión especulativa de la fantasía épica se suele construir por analogía con los mitos, creencias, costumbres y ordenamiento de las sociedades antiguas y exóticas, antes desconocidas o no estudiadas científicamente, que la Arqueología, la Mitografía, la Filología y la Etnografía modernas han ido revelando al público europeo y americano desde al menos los inicios del siglo XIX. En consecuencia, aunque la fantasía épica pueda tener precedentes en la Historia de la Literatura, se trata de una clase de ficción que surge en el contexto occidental moderno. Esto puede explicar la apariencia mítica o legendaria de la fantasía épica, que deriva de su frecuente ambientación en un período del pasado muy alejado en el tiempo (a veces, también en el espacio en el caso de las historias ambientadas fuera de la Tierra).

Se trata, además, de unos mundos que, a diferencia del fenoménico, admiten a menudo, como señalamos arriba, la acción de fuerzas sobrenaturales y la intervención de figuras no humanas, generalmente de carácter inventado y anatural, esto es, no se trata de personajes de minerales, vegetales o animales antropomorfizados, que son las criaturas que protagonizan las fantasías fabulísticas, incluidas aquellas cuyos mundos ficticios son autónomos, como el de las hormigas de «Formio xxvi» (1890; Artículos de fantasía, 1894), de Sinesio Delgado. Por ello, al faltar en la fantasía épica las referencias históricas y naturales exactas del mundo primario que sirven de referencia a las fantasías históricas, mitológicas, teológicas o fabulísticas, aquella puede resultar difícil de comprender y aceptar para unos lectores y espectadores acostumbrados a las convenciones de la ficción mimética triunfante en la Modernidad. Por otra parte, el sumo alejamiento de sus mundos secundarios en el tiempo y el espacio puede facilitar la creencia en la verosimilitud realista de los elementos de la fantasía épica contrarios a las leyes naturales de nuestro universo, pues tales elementos se suelen considerar propios de la cosmovisión de las sociedades premodernas.

Fantasía épica y fantasías políticas y prospectivas

Dados sus orígenes en la conciencia moderna de la existencia de civilizaciones desaparecidas, con sus mitos, leyendas y tecnología no maquinista, la fantasía épica es alérgica a la presencia activa de tecnología posterior a la Revolución Industrial. Esta supondría una contaminación de la realidad contemporánea que parece ser ajena a la fantasía épica propiamente dicha, tal como se ha ido constituyendo modernamente como ficción de mundos secundarios temporal y espacialmente exóticos. Esto es así incluso cuando tal contaminación se produce en el seno de mundos secundarios dotados de amplia autonomía y sin una adscripción religiosa determinada, ni una localización geográfica o cronológica concretas, como serían los países imaginarios que sirven de parábolas de distintos ordenamientos sociopolíticos en fantasías políticas como el drama Anastas o el origen de la Constitución (1971), de Juan Benet. En cambio, la ausencia de tecnología postindustrial y la presencia de elementos fabulosos en un futuro normalmente muy lejano que funciona con leyes distintas a las de nuestro universo facilitan construir mundos secundarios plena y metafísicamente distintos al fenoménico, a la manera de la fantasía épica.

Es el caso, por ejemplo, de la modalidad ficcional que en la angloesfera se suele denominar dying earth fiction (ficción de la Tierra moribunda) y que podríamos llamar en castellano fantasía prospectiva, en la que cabe clasificar una novela como Temblor (1990), de Rosa Montero, cuya heroína se enfrenta a un opresivo matriarcado distópico y está dotada de poderes mágicos (por ejemplo, la «mirada preservativa» que opone al avance de la entrópica niebla que está haciendo desaparecer su mundo). Dada la inventada peculiaridad del orden metafísico que subyace a tal mundo, la mera ambientación en el futuro no justifica considerar que esta y otras fantasías prospectivas forman parte de la ciencia ficción, el género de anticipación por excelencia. Al tratarse de mundos secundarios autónomos y cerrados no tecnológicos, podrían caber mejor dentro de la fantasía épica.

Fantasías épica y fantasías liminares

La fantasía épica puede ambientarse en el pasado legendario o en un futuro tan lejano que se vuelve asimismo legendario. Pero ¿podría ambientarse en el presente, como ocurre en los numerosos ejemplos en los que un personaje de nuestro mundo primario accede a un mundo secundario en el marco de la ficción? Este mundo secundario puede tener aire épico-fantástico y ser, además, autónomo y específico ontológicamente, pero en ese caso no sería cerrado. Así ocurre sobre todo cuando el mundo primario sirve de marco al secundario. La ficción se inicia ahí en forma mimética en el mundo primario representado y luego se produce el acceso desde este al mundo secundario por medios no miméticos, a diferencia de los viajes imaginarios de la (proto)ciencia ficción (por ejemplo, El archipiélago maravilloso [1923], de Luis Araquistáin) o las ficciones sobre mundos perdidos (por ejemplo, Món mascle [1971] / Mundo macho [1998], de Terenci Moix). En cambio, la llegada al mundo secundario en la fantasía épica se produce atravesando algún límite o confín cuyo efecto no tiene explicación desde el punto de vista del funcionamiento normal del mundo fenoménico.

Ese límite que se franquea puede ser virtual (un ensueño, una transferencia psíquica, etc.) o material, como el armario que sirve de comunicación entre nuestro mundo arrasado por la Segunda Guerra Mundial y el fabuloso de Narnia en la correspondiente serie de novelas de C. S. Lewis. Este armario funciona, pues, como un umbral o un portal, tal como indica el nombre inglés de portal fantasy empleado en este género de ficciones, para el cual proponemos la denominación castellana de fantasía liminar, ya que liminar designa lo relativo al umbral o la entrada. Esta entraña siempre la existencia de un vínculo directo la realidad mimética, lo que anula la completa autonomía del mundo secundario. En fantasías liminares como las que constituyen la trilogía de Memorias de Idhún (2004-2006), de Laura Gallego, la experiencia ficcional no es inmersiva como lo es en la fantasía épica propiamente dicha, en la que el lector se ve confrontado desde el principio y sin mediadores ni mediaciones con un mundo desconocido, cuyas leyes ha de entender a partir de los indicios ofrecidos por la propia ficción.

Conclusión: ¿cómo saber si lo que leemos y vemos es fantasía épica o no?

La búsqueda de la inmersión propia en el tiempo de la lectura de la fantasía épica se puede considerar una de sus grandes características distintivas. La inmersión se produce no en cualquier clase de mundo secundario, sino en aquellos que los autores construyen atendiendo a las exigencias de la verosimilitud realidad, de acuerdo con las ciencias humanas (principalmente, Historiografía, Mitografía y Etnografía). El mundo resultante tiene un carácter legendario y exótico, tan alejado de la Modernidad industrial y la Postmodernidad digital que admite entes y sucesos sobrenaturales ajustados a una cosmovisión antigua, propia de las civilizaciones paganas muertas del pasado. Esta ambientación no basta, sin embargo, para definir la fantasía épica, pues existen numerosas ficciones históricas y arqueológicas ambientadas en civilizaciones de aquel tipo. Lo que define estructuralmente a los mundos secundarios de la fantasía épica hasta el punto de que la falta de alguno de sus elementos esenciales permite negar a cualquier ficción que lo parezca la categoría taxonómica de fantasía épica es otra cosa. Repetimos: «Los universos ficticios de la fantasía épica tienen sus propios parámetros espaciales y temporales descritos con precisión, su propio orden social y ontológico, y su propia causalidad, que puede ajustarse o no a las leyes naturales de nuestro universo primario, pero que son coherentes y lógicas dentro de esos universos ficticios». Y si somos reacios a consideraciones demasiado teóricas, la fantasía épica nos ofrece un indicio lingüístico muy fácil de reconocer.

Se trata simplemente de los nombres propios, tanto de lugar como de persona. La onomástica y toponimia imaginarias (o correspondientes a realidades históricas diversas y ajenas al mundo ficticio creado) indican claramente que el universo ficcional puede estar inspirado en mitos o sucesos existentes en el mundo fenoménico, pero que no se refieren a este. La creación de nombres es una sinécdoque de la creación del mundo ficcional autónomo en la fantasía épica. En otras palabras, si nos encontramos, como en las novelas caballerescas decimonónicas de William Morris, con mundos secundarios aparentemente autónomos, pero en los que los personajes se llaman como se podrían llamar en la Edad Media (digamos, Arthur o Ralph) y en los que se mencionan lugares como la ciudad de Roma como existentes dentro de ese mundo, no hará falta romperse las meninges para llegar a la conclusión de que eso no puede ser fantasía épica, se pongan como se pongan quienes no comprenden que el estudio de la ficción puede ser tan riguroso como el de una ciencia natural (por ejemplo, la Botánica). Basta para ello utilizar un método que busque las constantes estructurales, en vez de perderse entre las ramas de lecturas impresionistas a las que un lenguaje seudotécnico no ha de engañar a quien no se deje embaucar por el todo vale postestructuralista, postmoderno, posthumano y postcultural, es decir, por esos post que nos indican claramente de dónde venimos, pero no nos dicen adónde vamos, porque quizá no vamos a ningún sitio y estamos dando vueltas como estúpidos conejillos de indias en una rueda infinita.

Perfil del autor

Mariano Martín Rodríguez
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