El mito de la gallega que pudo haberse convertido en puente entre los reinos de Castilla y Portugal y que, sin embargo, fue exiliada, vilipendiada y, finalmente, decapitada.
Con manos temblorosas, el abad observa la corona que hace equilibrios entre sus dedos. El metal, oscurecido por los años, apenas es capaz de captar las siluetas de quienes le rodean, ni tan siquiera de las llamas que muchos portan para honrar a la agasajada. No se atreve —ni él ni muchos— a levantar la mirada, incapaz de darse el pábulo necesario para descubrir si cuanto ocurre está sucediendo en realidad o solo es un mal sueño poblado de pesadillas. Da un paso, que le parece lastrado por toneladas de roca, y a su alrededor las volutas de incienso se abren como las aguas del mar Muerto. El sudor le perla la frente, le empapa las palmas de las manos, pero no se detiene; la misma fuerza que mantiene sus ojos pegados a la corona le impele a seguir. En su pecho, el corazón golpetea al compás de sus pisadas, cree escuchar su eco entre los sillares, más allá del roce de los vestidos de los nobles y de los murmullos prohibidos que levantan a su paso. Cuando sus pies entran en el presbiterio, su llegada enmudece el mundo. Por un momento se siente tentado a separar los ojos de la corona, de contemplar el trono al que se dirige, pero la angustia que le ha enquistado la garganta se lo impide. Solo se ve capaz de emitir un leve gorjeo, a medias oración, a medias súplica, antes de que sus dedos se afiancen sobre la regia circunferencia y su mirada se dirija implorante hacia su izquierda. Sus párpados, que durante todo el trayecto se han mantenido cerrados a medias, como si un emplasto de cera los hubiese cubierto, enturbian su visión con una pátina lechosa. Allí, el monarca, como una figura de cera, se alza junto al trono y asiente, su mirada convertida en una pesada hoja que pende sobre el abad como la pena de muerte que cuelga sobre todos los presentes. A través de los lindes de su visión le llegan restos de una realidad que no desea conocer: fragmentos de telas raídas, blancos óseos y marfileños, rojos sanguíneos, oscilaciones de incienso… El abad toma una bocanada de aire y asiente a su vez. La lengua le pesa contra el paladar, mientras su corazón, alimentado de angustia, magnifica sus esfuerzos por escapar de sus carnes. En silencio, cierra los ojos y lanza una oración muda antes de dar el último paso que lo separa del trono; al abrirlos, la figura que lo espera le llena de espanto, aunque intenta, como ha hecho a lo largo de toda la ceremonia, no dar muestras de ello. La saliva le tiene un gusto a ceniza sobre la lengua, y se obliga a tragársela con los últimos reductos de su oración incompleta, esa que ahora se le antoja sacrílega e impía. Aprieta los dedos sobre el metal, que le concede un replique de luz antes de volver a apagarse, y los alza unos centímetros para coronar la testa de la reina. Un trazo rojo, curvo como una sonrisa desproporcionada bajo su barbilla, le hace dudar, y le arrebata parte de la solemnidad con la que había investido su gesto. Solo entonces parece llegarle la vahada que exuda, esa mezcolanza dulzona a putrefacción y enfermedad que ni todos los sahumerios del mundo serían capaces de ocultar. Abandonada a su suerte, la corona cae por su propio peso sobre la cabeza estrecha y consumida de la reina, lo que levanta una legión de moscas que orbitan a su alrededor como si la nimbasen. El abad vuelve a cerrar los ojos, apretándolos con fuerza. Siente que se ahoga, que el olor le está arrebatando la vitalidad, pero se obliga a continuar. Con un ademán, se inclina hacia la recién coronada, cubierta de ricos ropajes, joyas y tules destinados a ocultar sus deformaciones agusanadas. La siente cerca pese a encontrarse lo más alejada posible de lo que un ser humano pudiera estar de otro, por eso el choque de sus labios contra la piel carcomida y el hueso cariado de su mano se le antoja tan terrible. Siente que el polvo de la tumba de la que la han sacado le invade, como si su garganta se hubiese convertido en el osario destinado a guardarla. La boca se le seca, y el espanto comienza a jugar al escondite con sus pupilas; por fin se siente capaz de ver el mundo al completo: el monarca, sin hacerle caso, sin verle siquiera, con su mano enjoyada acariciando el hombro cadavérico de su amada; las velas oscilantes de la iglesia atestada; los incensarios con sus bocanadas de humo; la fila interminable de fieles que se ha erigido tras él para besar y rendir pleitesía a un cadáver…
«Terribilis est locus iste», piensa antes de retirarse para dejar paso a los demás, sintiéndose menos vivo de lo que lo había estado al comenzar, como si algo de su vida se hubiese quedado prendido de aquel beso que estaba destinado a repetirse por miles en aquella jornada. «Terribilis…».
***
Pese a parecer sacada de un relato gótico, y aunque actualmente ha sido desestimada al considerársela un mito, lo cierto es que durante muchos años esta historia fue considerada como cierta (hay quienes incluso aún lo creen)[1], convirtiendo el periplo de Inés de Castro (1320/1325-1355) en una leyenda que ha relumbrado por sus connotaciones amorosas y su aspecto trágico, que tanto la acercan a otras más conocidas como podrían ser las de Abelardo y Eloísa o, en el campo literario, a la de los amantes de Verona. Fue esta noble gallega, con lazos con la Corona de Castilla a través de su padre, Pedro Fernández de Castro «el de la Guerra», y sus hermanos, Fernán Ruíz de Castro «toda la lealtad de España» y Alvar Pérez de Castro «el Viejo», una joven de renombrada belleza e inteligencia, hasta el punto de que el infante D. Pedro (1320-1367), que había contraído poco antes nupcias con Constanza Manuel de Villena (de quien Inés era doncella), quedó prendado de ella. Una relación que sin bien no debía ser tomada como algo extraño en una época en la que no eran pocas las amancebadas, era mal vista por el monarca, Alfonso IV de Portugal (1291-1357), y sus nobles, ya que podía propiciar un acercamiento de su hijo a la corona de Castilla, con la que mantenía ciertas disputas territoriales. Dispuesto a evitar males mayores, y viendo que el amor de los dos jóvenes no era algo pasajero, el rey mandó desterrar a Inés al castillo de Albuquerque, en la frontera castellana, aunque la distancia no pareció mermar las atenciones amorosas que Pedro e Inés se prodigaban.
Una situación que continuaría hasta la muerte de Constanza, catorce días después de dar a luz a su hijo (y apenas cinco años después de casarse), y que se presentó ante D. Pedro como una oportunidad para volcarse en el amor que sentía por Inés. El escándalo en la corte no se hizo esperar, y aunque poco parece importarle a los dos amantes, lo cierto es que al rey le preocupó que ese descontento se magnificara hasta germinar en una revuelta. Como medida disuasoria, instó a su hijo a volverse a casar, a lo que se negó alegando que aún se sentía muy apegado al recuerdo de la difunta Constanza. No obstante, pese a ese recuerdo (quizá no exento de remordimientos), los encuentros con Inés se volvieron cada vez más comunes, y de esa unión, como era natural, comenzaron a nacer varios hijos que cada vez incomodaban más a la nobleza. Temeroso de lo que pudiera pasar, el infante decide casarse con Inés en secreto, con intención de legitimar su situación.
Los ánimos, cada vez más crispados, terminaron por volverse inmanejables cuando el infante D. Pedro e Inés se mudan a Coimbra, al Palacio de santa Clara, construido por la abuela de D. Pedro, la reina Santa Isabel, pese a que esta había dejado claro su deseo de que sus estancias solo fuesen ocupadas por reyes y príncipes con sus respectivas y legítimas esposas. Es en este momento cuando el rey, animado por varios de sus nobles, toma la decisión de asesinar a Inés.
No queda muy claro si fue el mismo rey quien se desplazó a Coimbra para llevar a cabo tal acto —aunque así lo han presentado en varias ocasiones, tanto en crónicas como en obras literarias y pictóricas— o si solo fueron los nobles que le habían planteado este crimen como algo legítimo quienes se desplazaron hasta allí. Sea como fuere, la tradición ha dictado que, el 7 de enero de 1355, el rey se desplazó hasta allí y que, conmovido por las palabras de Inés, que había salido a su encuentro con sus hijos, nietos del monarca, decide perdonarle la vida, algo que no pareció gustarle a quienes le acompañaban, que comienzan a instar al rey a que les ordene su muerte para así evitar las futuras represalias que sus actos acarrearían (aunque no la llevasen a cabo). Finalmente, Alfonso IV accedió, y los tres nobles, a saber: Pedro Esteves Coelho, Álvaro Gonçalves y Diogo Lopes Pacheco —aunque se supone que había algunos más—, la acuchillaron hasta la muerte, para luego decapitarla delante de sus hijos.
Al enterarse de la muerte de su amada, D. Pedro juró vengarse de sus agresores (incluido su padre) y comienza una campaña para hacerse con un ejército con el que levantarse en armas contra el rey. Sin ningún tipo de miramiento, el infante visita prisiones y cadalsos, salvando de la muerte y de las penas de prisión a todo aquel que quisiese ayudarle, además de hacerse con la ayuda de algunos nobles que le eran afines. La revuelta estalla siguiendo las mismas pautas que ya había seguido años antes cuando Alfonso IV se había levantado en armas contra su padre, y con el que se había hecho con el trono, aunque en este caso sería la madre de D. Pedro, Beatriz, quien intercedería entre ambos (junto con el arzobispo de Braga), hasta propiciar un acuerdo de paz. Una paz que Alfonso IV apenas pudo disfrutar, ya que moriría poco después.
Convertido en rey, D. Pedro I de Portugal decide concederle a Inés los honores que se le habían negado en vida, así como la justa venganza que hasta ese momento, debido a la paz firmada con su padre, se había mantenido en suspenso. Por este motivo manda buscar a los nobles que habían asesinado a Inés, que habían huido hacia Castilla para evitar su posible asesinato, haciéndose con dos de ellos a través de un intercambio de prisioneros. Pedro Esteves Coelho y Álvaro Gonçalves serían sometidos a un enjuiciamiento público, declarados culpables de asesinato y condenados a que se les arrancase el corazón, uno a través del pecho, y a otro a través de la espalda; algunos dicen que como metáfora del dolor que sintió el mismo rey. Diogo Lopes Pacheco, por su parte, consiguió escapar y librarse del castigo.
Tras estos hechos, y según la leyenda, el rey mandó exhumar el cadáver de su amada, enterrada en Coimbra, y ser depositada sobre el trono real —algunos cronistas dicen que en el castillo de San Jorge (Lisboa), otros en la iglesia de Alcobaça—, donde todos los nobles y altos cargos, so pena de muerte, estarían obligados a rendirle pleitesía, besando su mano en reconocimiento de su condición de reina. Poco después, habiéndole mandado construir un suntuoso sarcófago, la enterraría en la abadía de Alcobaça, disponiendo que, a su muerte, él fuese depositado en un sarcófago similar colocado a los pies del de ella para que, en el momento de la resurrección, ser lo primero que viese al volver a la vida.
[1]Hay quienes creen que, en realidad, el acto de besar la mano se habría llevado a cabo con una figura de cera que representase a la difunta, algo bastante común en la época, o con cualquier otro tipo de efigie menos grotesca.
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