La guerra del Big Bang

Probablemente los físicos estarían dispuestos a creer en la creación, si no fuera porque la Biblia lo dijo hace tanto tiempo que  parece anticuado. 

George Thompson (Premio Nobel 1937)

Un buen modo de entender la diferencia entre causalidad y finalidad es preguntarse por qué hierve el agua en la pava. “El agua hierve porque el calor hace mover cada vez más rápido sus moléculas, y éstas tienden a escapar por la superficie en forma de vapor” es una buena respuesta. Pero hay otra, que no es menos válida: —Porque me estoy por hacer un té. 1

En la pregunta por el origen del universo están presentes ambos aspectos. La ciencia está en condiciones de decirnos qué ocurrió en el Tiempo Cero, el instante de la doble expansión inflacionaria que dio comienzo a todo. Pero a la filosofía le cabe preguntar si todo ese despliegue cósmico que nos incluye,  tiene o no algún sentido. En particular, si existe o no un Dios creador.

Hasta bien avanzado el siglo XX el origen del universo era considerado un problema filosófico, que estaba fuera del alcance de la ciencia. Desde las primeras líneas, la Biblia proclamaba la creación del mundo por Dios, pero hasta Santo Tomás pensaba que esa era una cuestión de fe, ya que la ciencia tanto podía probar que el universo era eterno como que había tenido un comienzo. En 1842 Augusto Comte, el padre de ese positivismo que decía hablar en nombre de la ciencia, dictaminó que jamás podríamos llegar a conocer “la química y la mineralogía de las estrellas”. Pero no habían pasado tres años, cuando ya había quien se había puesto a estudiar la física solar.

La cosmología científica nació con los grandes telescopios ópticos de Wilson y Palomar y creció con  la espectroscopia y la radioastronomía, que aportaron información donde antes sólo habíamos tenido especulación. Acabó de convertirse en ciencia hace apenas veinte años, cuando pudimos contar con los telescopios espaciales, descubrimos los planetas extrasolares y fundamos la exobiología.

Desde hacía siglos parecía estar fuera de discusión que el universo era infinito en el tiempo y el espacio, y que la materia era tan eterna como indestructible. Cualquier alusión a un origen del universo parecía ser una concesión al antropomorfismo o al dogmatismo religioso, y pocos dudaban en condenarla.

Sin embargo, nadie había podido explicar esa paradoja que planteara en 1823 el astrónomo alemán Wilhelm Olbers. Si el universo fuera infinito, pensó Olbers, tendría que haber infinitas estrellas. ¿Por qué entonces el cielo nocturno es oscuro? ¿Si hubiera tantas luminarias, no debería ser tan luminoso como el del mediodía?

La paradoja de Olbers llevaba a pensar que el universo era finito, por lo menos en cuanto al espacio. La termodinámica se encargó de ponerle un primer límite en el tiempo. Apenas un año después de Olbers, el joven Sadi Carnot, quien sólo se había propuesto mejorar el rendimiento de las calderas de vapor, estudió la degradación de la energía. Sobre esa base Clausius formuló la Segunda Ley de la termodinámica. Cada vez que pasamos de una forma de energía a otra (por ejemplo, cuando una dínamo convierte movimiento en electricidad o un ventilador transforma electricidad en movimiento) aparece la entropía: una parte de la energía se pierde, en forma de calor. Si generalizamos esta tendencia, veremos que la entropía global no hace más que crecer, de modo que todos los procesos del universo acabarán por desembocar al fin de los tiempos en el equilibro térmico. Cuando el cosmos alcance una temperatura homogénea, dejará de haber movimiento y entonces acabará todo.

Esta nueva visión científica de un universo finito, despertó entusiasmo entre los creyentes e indignación entre los ateos. Algunos autores católicos alemanes, entre quienes estaban Franz Brentano y los jesuitas concibieron entonces un argumento entrópico, que estaría destinado a probar la existencia de Dios2. Pierre Duhem, el gran historiador de la ciencia no quiso sumarse a ellos por no considerarlo válido.

Los materialistas se alzaron para repudiar no sólo este tipo de apologética sino también a la muerte térmica y a la propia termodinámica, una ciencia que calificaron de especulación empírica (Vogt), superstición (Spencer) y absurda teoría (Engels). En defensa del universo infinito, que imaginaban amenazado por el oscurantismo clerical, se alzaron las voces de Haeckel, Nietzsche y Haldane. Mucho más tarde, en la Unión Soviética, la entropía fue condenada como una doctrina burguesa y se dispuso que la astrofísica debía ocuparse, por definición, del universo infinito.

El día sin ayer

El físico Philip Morrison solía decir que “ciencia” es una palabra que está más cerca del verbo que del sustantivo: se refiere a algo que siempre se está haciendo y nunca deja de ser provisorio.

Con el andar del tiempo, la ciencia siguió su camino y la termodinámica llegó a ser una de las claves de la cosmovisión científica. El cambio también llegó a la URSS: en una popular novela de Efremov (Cor Serpentis, 1958) un coro invitaba a los astronautas a luchar contra la funesta entropía.

Otro paso decisivo se dio al descubrir que el universo estaba en expansión, cuando la espectroscopia nos mostró que el espectro de la luz que nos llega de las estrellas tiende a correrse hacia el rojo. Todos hemos experimentado el efecto Döppler: el ruido de un auto que se acerca se va haciendo cada vez más agudo, pero se vuelve más grave cuando el auto se aleja. Del mismo modo, la luz de un foco que viene hacia nosotros tiende a ponerse azul, mientras que la de uno que se aleja, vira hacia el rojo.

El corrimiento hacia el rojo del espectro lumínico, que estudió Edwin Hubble en 1929, sugiere que todas las estrellas se están alejando unas de otras. Hubble siempre se negó a reconocer la expansión del universo, pero eso era de lo que  se trataba.

Si el universo se expandía, podíamos imaginar que había existido un momento inicial a partir del cual se había puesto en movimiento. En ese instante originario todo habría estado contenido en un sólo punto de una densidad inimaginable.

A esta conclusión llegaron, por separado, el ruso Aleksander Friedmann y el belga Georges Lemaître hace casi cien años . Friedmann murió sin llegar a ser reconocido, pero a Lemaître, que era físico, astrónomo y sacerdote católico, acabó por ser considerado el padre del Big Bang.

Lemaître lanzó la hipótesis de un “átomo primitivo”, de incalculable masa y energía que había estallado en  el “día sin ayer” del comienzo. No encontró mejor metáfora que hablar de “un espectáculo pirotécnico” a partir del cual el tiempo comenzó a correr y el universo a expandirse.

En 1937, Einstein se entrevistó con Lemaître en Mount Palomar y le dio públicamente su apoyo. En un gesto de grandeza, reconoció que introducir en su propia teoría una “constante cosmológica” que le permitiera modelar un universo estático había sido un gran error.

Pero no todos estaban dispuestos a aceptar la idea de un universo que tuviera principio y fin, unos por razones científicas y otros por motivos filosóficos o ideológicos. Para sostener la hipótesis del universo infinito, el británico Fred Hoyle y los austríacos Gold y Bondi elaboraron la teoría del  “estado estacionario”, que dieron a conocer en 1948. En este modelo, el universo seguía siendo infinito aunque estuviera expandiéndose, pero había que postular que en los espacios interestelares constantemente se estaban creando átomos para ir ocupándolo.

Al año siguiente Hoyle se presentó, lleno de entusiasmo, en un programa de la BBC y no dudó en descalificar “esa doctrina de la Gran Explosión (big bang) que remite a causas desconocidas para la ciencia”. Paradójicamente, desde ese día el poder de los medios hizo que esa expresión desdeñosa pasara a ser el nombre por el cual se iba a conocer la doctrina de Friedmann y Lemaître.

La teoría se fue precisando por obra de George Gamow, un físico ruso exiliado en USA quien, el mismo año que Hoyle, formuló la hipótesis de un “Big Bang caliente.” De no haberse dado elevadísimas temperaturas en el comienzo, sostuvo, la totalidad de los elementos simples, como el hidrógeno y el helio, se hubieran combinado para formar elementos pesados. Ese era un proceso que recién ocurriría mucho después, en el seno de las estrellas. Gamow también postuló que en alguna parte debía existir un eco de ese estallido, algo que recién llegaría a probarse diecisiete años más tarde.

En la disputa de los astrofísicos hubo grandezas y bajezas como las que hay en cualquier otra profesión, pero el Big Bang acabó por desplazar al Estado Estacionario. La teoría de la nucleosíntesis estelar (1957), el descubrimiento de la radiación de fondo (1965), la formulación del modelo estándar y los datos  aportados por los satélites COBE (1989) y WMAP (2001) acabaron de consagrarlo.

En cambio, el ámbito donde el tema se cargó de violencia verbal, moral y hasta física fue el campo ideológico,3 en el cual se trató de plantearlo como una guerra entre la ciencia y la religión.

La creación y el Big Bang

El 22 de noviembre de 1951 el Papa Pío XII habló del Big Bang ante la Academia Pontificia de Ciencias. El texto, presumiblemente redactado por su asesor científico, el P. Agostino Gemelli, hablaba de la entropía, elogiaba a Hubble y se hacía eco del trabajo de Gamow. Si la ciencia probaba que el universo había tenido un comienzo —dijo el Papa— había que admitir la presencia de un Creador, con lo cual el Big Bang venía a probar la existencia de Dios.

La noticia le provocó un disgusto a Lemaître, a quien nadie le había avisado que el Papa tocaría el tema. El sacerdote científico era muy estricto en cuanto a no mezclar la física con la metafísica y en 1936 ya había dicho que “la actividad de la omnipresencia divina es esencialmente oculta. No se trata de rebajar al Ser Supremo al nivel de una hipótesis científica.” Lemaître se puso en contacto con el astrónomo Daniel O’Donnell, que entonces dirigía el Observatorio Vaticano y juntos persuadieron al Papa de que no era prudente insistir en el tema.

Pío XII les hizo caso y al año siguiente, cuando le tocó hablar ante el Congreso Mundial de Astronomía, mencionó a Shapley y a la espectroscopia sólo para concluir con una meditación sobre la pequeñez del hombre y la grandeza del espíritu, pero no volvió a hacer consideraciones apologéticas.

Lemaître debe haber sospechado las desmesuradas reacciones que provocaría el mensaje papal, que al fin y al cabo no era la proclamación de un dogma, sino apenas un discurso. El primero en reaccionar fue Gamow, quien aun siendo ateo se sintió halagado, y citó al Papa en un paper sólo para provocar a sus pares Hoyle y Gold, quienes reaccionaron muy duramente contra él. Por un momento, la asociación del Big Bang con el Vaticano perjudicó a los astrofísicos, y no faltaron los paranoicos, como ese físico inglés que habló de una “conspiración cristiana.”

Moscú no cree en creaciones

De más está decir que si había un lugar donde las pruebas a favor del Big Bang eran vividas como “destituyentes”, sin duda ese lugar era el Kremlin. Stalin era el Papa de una gran Iglesia Atea y parecía compartir con el Papa de Roma la convicción de que hablar de “creación” implicaba admitir la existencia de un Creador. Lo que alborozaba a uno, enfurecía al otro.

En consecuencia, en la URSS al Big Bang se lo presentó al gran público como una decadente superchería occidental, a pesar de que tanto Friedmann como Gamow eran rusos. Para el astrónomo oficialista V.E.Lov el Big Bang era una fábula que atacaba los cimientos del marxismo: un tumor canceroso, el principal enemigo de la ciencia materialista. Cuando Fred Hoyle visitó Moscú, le pidieron que no hablara de la creación de átomos de hidrógeno sino de origen o formación de materia, que era una fórmula más aceptable para los oídos marxistas.

En 1947 Andrei Zhdanov, el Gran Inquisidor soviético, tomó el asunto en sus propias manos y se pronunció contra Lemaître, a quien calificó de reaccionarioidealista y seudocientífico. Toda su teoría era un cuento de hadas, lo cual hacía que fuera obligatorio para cualquier científico soviético denunciar a los agentes de Lemaître que estaban infiltrados en las filas de la ciencia rusa.

En tiempos de Stalin, no sólo se trataba de denunciar sino de ejecutar. Antes de que llegara a ser admitido en la URSS, sobre todo por mérito del disidente Andrei Sajarov, el Big Bang tuvo sus mártires. El físico Matvei Bronstein fue fusilado como espía. Nikolai Kozyrev pasó diez años en el Gulag, después que un pelotón se negó a fusilarlo. Vsevolod Frederiks fue condenado a trabajos forzados y sobrevivió a duras penas. Cuando el físico ruso Andrei Linde se refugió en Estados Unidos, reveló que en la URSS había un solo científico que se dedicaba a estudiar el principio antrópico. En China, no le fue mejor al físico Fang Lizhi, quien defendía la hipótesis del Big Bang y desapareció durante la Revolución Cultural.

Que sepamos, ninguno de esos inspirados que jamás se olvidan de Bruno y Galileo se acordó jamás de estos mártires de la ciencia, ni tampoco de Vavilov y los genetistas rusos, que siguieron la misma suerte.

En la ciencia —como irónicamente decía Max Planck— la verdad jamás triunfa, aunque con el tiempo se van muriendo sus adversarios. La teoría del Big Bang fue aceptada por la comunidad científica mundial, y como cualquier otra teoría sigue expuesta a refutaciones y correcciones.

Lo que queda por entender es la violencia de las pasiones que puede llegar a despertar algo que el lego consideraría una inocua teoría científica. El Big Bang no podía afectar al poder, no servía para ganar batallas ni generaba ganancias. Pero las guerras metafísicas, esas donde lo que está en juego son las conciencias —o en todo caso el poder sobre las conciencias— acaban por ser las más cruentas.

  1. El ejemplo pertenece a Sir John Polkinghorne, que es físico, sacerdote anglicano, teólogo y escritor. 
  2.  Helge Krag. Entropic creation. Religious contexts of Thermodynamics and Cosmology. Ashgate E-book, 2008 
  3.  Simon Singh, Big Bang. The origin of the Universe. Harper Collins E-book 2010 

Este artículo fue publicado originalmente en la web de Pablo Capanna

Perfil del autor

Pablo Capanna
Pablo Capanna
Pablo Capanna (Florencia, 1939) es filósofo y profesor universitario. Es autor del clásico El sentido de la ciencia ficción (1967), el primer estudio dedicado al género escrito en español y enriquecido con cada reedición. Sus ensayos sobre Philip K. Dick, J.G. Ballard, Cordwainer Smith y Andrei Tarkovski tienen un definido sello personal y su enfoque donde predomina lo filosófico sobre lo estático y lo literario.
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